Debo pedir perdón a muchas personas.
Sobre todo a mí mismo.
A mi mismo por dejar que fracture mi espíritu alguien sin uno propio, y por dudar por un segundo, de esta seguridad que precede mi paz.
A mi alter ego por opacar su sonrisa para complacer a otros, y ponerle una piedra sobre la cabeza a su curiosidad.
Al amor propio.
A las caricias que desperdicié en un montón de cuerpos vacíos.
A mis ojos por colmarlos de alegría cada vez que te veía (cada vez que te veo)
A los abrazos en los que nunca me contuve, como cuando el recipiente es demasiado pequeño, me he derramado inconsciente y constante sobre tu pecho hirviendo y tus palabras sensatas.
Le pido perdón a tu madre, por devolverle el abrazo y la sonrisa. Porque ambos estábamos felices de que existiéremos.
He vuelto a escribir, entre otros.
Así que también gracias.
Gracias porque me tomaste roto y me devolviste entero. Me enseñaste a tu manera, a reciclar el amor, y que no es aquel espejismo que nos llena de goce, sino aquellos muros con los que tenemos que enfrentamos para poder crecer. Porque La Paz que identificaba en Tu mirada no era más que el reflejo de mi alma supurando de amor.
Entre el pedir perdón y dar las gracias me voy moviendo con mucha cintura, y entiendo de esta forma, que este corazón no es más a que una casa llena de habitaciones con una estufa de piedra que siempre está encendida. A veces quema, y no se le puede estar cerca y a veces no se puede salir de ella. Así que a esta casa siempre le encontrarás las puertas y ventanas abiertas con el viento limpiando, surcando la heridas que otros han dejado.
¿Por qué? Porque hoy te vi a lo lejos y los ojos se me iluminaron y la sonrisa se me dibujó sola. Y tu no me viste, con el corazón apretado contra el pecho acelerado por tu causa.
Por esto, siento, que todo está bien, y que no te espero, porque nunca sé me dio bien esperar por nadie, pero te venero y hoy brindo en silencio, por el amor veraniego que habitó nuestros cuerpos despojados de arrepentimientos.
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